La reina de la hipérbole. (Parte 1)



 En mi casa paterna los sábados se escuchaba fútbol. Desde una radio antigua, cuya caja de madera tenía el olor de las cosas viejas con las iniciales G.E. doradas y conexión eléctrica, los comentaristas relataban con esa clásica pasión -que denuncia llevar sangre italiana o española en las venas- los movimientos desde una cancha donde 22 hombres exaltaban la presión arterial de mi familia al ir tras una pelota de cuero bastante más primitiva que una jabulani.

Yo no era ajena al griterío, a las discusiones, a las risas y a los llantos que desbordaban el patio de baldosas con aljibe en el medio. Tampoco a la pregunta: "y vos...chiquita... ¿de qué cuadro sos hincha?" Y entonces, temiendo a un domingo sin matinée o a la disminución de chocolatines Águila respondía de acuerdo a la camiseta del curioso en turno.

La respuesta era fácil: Peñarol o Nacional.

En la casa nadie leía libros. Pero las revistas del Peñarol Fútbol Club rondaban el comedor, el baño, la cocina, el corredor, el cuarto de mis viejos. Imágenes de Pablo Forlán o de Morena eran tan familiares como el retrato de mi bisabuelo, moro que escapó desde Andalucía como polizón en un barco hacia el Río de la Plata.

Por otro lado, los figurines con la camiseta blanca, de corazón azul y rojo, llegaban cada mes hasta el zaguán: "Nacional Fútbol Club es el cuadro nacional chiquita...Peñarol lo fundaron los malditos ingleses. Vos tenés que ser "bolso" como el tío Luis, no me vengás con pelotudeces de andar hinchando por los ‘manyas’".

Los domingos a la tarde eran de fiesta. Era el día de seguir a los equipos locales, los del pueblo.

La reunión familiar alrededor del viejo armatoste de radio con lámparas se permutaba por la ida a la cancha de turno. Los colores de las camisetas cambiaban, los equipos también. Negro y blanco: Río Negro. Rojo y blanco: River Fútbol Club. Verde y blanco: Universal y así desfilábamos entre las canchas de Tito Borjas y la de Central, la del Barrio Colón y la del Barrio Industrial.