
“No ha de ser un cheque el que me ate la lengua”.
La conocí en la acera de una organización no gubernamental de Los Angeles. Una de esas organizaciones que dicen abogar por los derechos de los trabajadores y de la gente más vulnerable de los Estados Unidos: los inmigrantes.
Comandaba un grupo de mujeres amas de casa que se disponían a partir en un autobús rumbo a las puertas de un edificio federal con el fin de protestar ni se bien por qué asunto.
El caso es que yo estaba allí por simple curiosidad; nunca había participado de una protesta en Los Angeles. Subí al autobús junto con algunos activistas, las mujeres y un par de estudiantes.
En el trayecto los empleados de la organización pedían detener la marcha y levantar a cuanto jornalero encontrábamos en el camino. La invitación era: “vamos a protestar por nuestros derechos”.
Llegamos al edificio y comenzó la protesta. Algunos con altavoces gritaban frases armadas y consignas políticas. Dábamos vueltas en círculos portando carteles con letras negras y fondo amarillo. Me atrevería a decir que la mitad más uno de los que caminábamos allí frente no sabíamos las razones o entretelones políticos de la protesta.
La mujer que comandaba al grupo de amas de casa me llamó la atención había algo en su figura pequeña y sus ojos oscuros, una energía que me hacía visualizarla como diferente al resto. Me acerqué a ella y comenzamos a charlar. De la charla poca información obtuve: nombre, lugar de nacimiento, profesión y nada más.
Terminó la protesta, me retiré camino a mi casa y me quedé con la sensación que algún día tendría que sentarme a conversar grabadora de por medio con aquella mujer de pelo azabache y presencia de líder.
Jamás volví a pisar las instalaciones de aquella organización ni volví a ser parte de ninguna de sus protestas. Nunca más me senté en un autobús en medios de jornaleros y amas de casa que a mi modo de ver estaban siendo manipulados por personas con sueldos para defender, dicen que sus derechos.
Seis años después, en un domingo del mes de mayo mientras bajaba del metro en Little Tokyo rumbo al Museo de Arte Contemporáneo de Los Angeles alguien gritó mi nombre. Al darme vuelta reconocí la figura de aquella mujer que sin conversar mucho conmigo me impresionara tanto.
Nos sentamos en el andén y preguntó por mi vida. Yo pregunté por la de ella y al despedirnos, le pedí permiso para grabar su historia.
Días después desde un restaurante oaxaqueño de la calle Pico, mientras comía los chilaquiles más deliciosos que un paladar uruguayo podría reconocer, escribí la historia que Juana Nicola me tenía que contar.
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